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miércoles, 9 de noviembre de 2011

La voz de Lezama a través de Gastón Baquero By ©José Ramón Ripoll

La voz de Lezama a través de Gastón Baquero


Si por algo se distingue un discípulo es por acatar humildemente las enseñanzas de su maestro, sentirse orgulloso de ellas e incorporarlas a su propio lenguaje hasta el punto de no saber quién de los dos late detrás de las palabras cuando el primero habla por sí mismo y transmite su propio discurso a los demás. Quizás en este armonioso fluir consista la tradición. Creo que Gastón Baquero fue el discípulo más directo de Lezama Lima, porque detrás de su poesía —una de las más singulares de todo el ámbito de la lengua española—, permanece la voz primigenia del autor de Paradiso casi en estado puro, transformándose a su vez en un idioma diferente y renovado.
Tuve la suerte de coincidir muchas tardes con Gastón Baquero en Madrid. Trabajábamos los dos en Radio Nacional de España y, aunque desempeñábamos labores diferentes, yo aprovechaba cualquier tiempo libre para visitarlo en su despacho y poder disfrutar de su rica y variada conversación. Era un verdadero sabio, perdido en una redacción radiofónica, al que no todos supieron valorar en su justa medida. Hablaba de todos los temas con amenidad y socarronería, y cuando te dabas cuenta, estabas embarcado en una de sus historias, al son de sus palabras y de su peculiar acento caribeño. Uno de sus temas favoritos era Lezama Lima, personaje por el que sentía una pasión inagotable. En cierta ocasión me contó cómo lo conoció. Tendría Gastón dieciocho o diecinueve años, es decir, hacia 1932 ó 1933, cuando husmeando por los puestos de libros de la habanera Plaza de Armas encontró una revista de la época en la que un tal J. A. Lezama firmaba un poema titulado “Discurso para despertar a las hilanderas”, texto que más tarde, en 1941, formaría parte de Enemigo rumor. Fue tal la conmoción que el joven poeta sintió tras la lectura de esos versos que —según me manifestaba— desde ese momento tuvo la certeza de que su primera misión en el mundo consistíó en difundir la obra de ese autor que acababa de leer. Decía que sintió una especie de transformación interior y que, sin pensárselo dos veces, fue a su casa para sacar unas monedas de la hucha, en la que. junto a unos muchachos aprendices de poeta, estaba reuniendo una cantidad de dinero para llevar a cabo una monografía dedicada a Cesar Vallejo en un nuevo proyecto editorial. Volvió al puesto de libros y compró el viejo ejemplar de Compendio, que así se llamaba la revista en la que aparecía el poema de Lezama. Lo releyó hasta aprendérselo de memoria, creyendo al principio que, tanto por la manera de arrastrar los versos, como por la disposición de sus imágenes, tras esa extraña prosodia musical se escondía un escritor, por lo menos, de lengua francesa, y que aquel texto en español vendría a ser una traducción sin firmar. Pronto se enteró de que esas iniciales correspondían al nombre de José Andrés, y de que el presunto extranjero nació y vivía en el corazón de La Habana. Le siguió los pasos de lejos durante muchos meses, pero por timidez no se atrevía a abordarlo, a pesar de que sólo ocho años separaba la edad de ambos, aunque Lezama, aún en su juventud, ya parecía por su porte un señor mayor. Le escribió una primera carta donde le trataba de Maestro, y así comenzó una no muy larga, pero intensa, relación epistolar que no sé si ha llegado a conservarse. Gastón renegaba de sus propias cartas, pues recordaba en ellas un tono pedantesco, propio de un joven muy leído y con poca experiencia en la vida, como lo era él en esa época, que a veces —según decía— se creía Rimbaud. Cuando por fin conoció a Lezama personalmente, éste le relató la gran satisfacción que le había producido la primera misiva. Le contó que un día llegó a su casa abatido y un tanto melancólico del café donde se reunía con otros literatos, a los que había intentado leer alguno de sus poemas sin que obtuvieran una recepción adecuada, como solía ocurrir. Le entregaron un sobre cerrado, se tumbó en la cama, y cuando lo abrió empezó a dar gritos de alegría. La madre, Rosa Lima, acudió sobresaltada ante tal extravagancia. Y el hijo le decía: ¡Mamá, mamá, es la primera vez que alguien me llama Maestro!
La poesía de Lezama Lima fue eclipsada por la monumentalidad de su prosa, aunque aquella actuara como cimiento —y no como base ornamental— de todo su discurso “narrativo”, y no fue comprendida en su totalidad por sus contemporáneos, a pesar del impulso que tomó tras la fundación del grupo Orígenes. Sin embargo, Gastón Baquero fue quien supo captar desde el primer momento la importancia y el abarcamiento que la disposición retórica y formal de esta poética iba a tener en todo el ámbito de la lengua española. Desde mi punto de vista, el discípulo asumió el habla del Maestro, pero la superó en expresividad: limó determinadas asperezas lingüísticas; condensó el exceso de su verbo y humanizó, de algún modo, su onírica imaginería. Le ocurrió un poco lo mismo que a Alban Berg respecto a Schönberg. La fundación del grupo y la revista Orígenes se debió en gran parte al empeño de Lezama y Gastón Baquero por construir una nueva manera de contemplar la realidad a través de una lengua que serpenteaba en los lugares más secretos de la conciencia, traspasando a veces, sin saberlo, la frontera entre el ser y el no ser. Luego Gastón, por sus rarezas y exclusividades, por causas de política literaria y de la otra, se fue apartando del grupo, pero continuó siendo fiel al legado de su Maestro, como le señala a Felipe Lázaro en Conversación con Gastón Baquero (Betania, Madrid, 1987), donde revela algún detalle de toda esta historia. Y aunque en privado, Gastón —según me recuerda el poeta y profesor Carlos Javier Morales— tuvo momentos en los que adoptó una mirada crítica con la poesía de su mentor, pareciéndole que había escrito demasiado o que se había dejado llevar, a veces, por la fuerza imparable de su torrente léxico, ha mantenido encendida una llama en su propia obra poética que nos ha permitido a ciertos lectores tener siempre presente la voz originaria de Lezama Lima.
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José Ramón Ripoll (Cádiz, España, 1952) ha venido combinando desde su juventud la dedicación a la música y a la literatura en sus más variados frentes. Escritor y periodista de Radio Nacional de España, es conocida su labor como programador a través de Radio Clásica, donde conduce varios espacios destinados a la difusión de la música en todos sus géneros y facetas. Desde su fundación en 1991, dirige RevistAtlántica de poesía, publicación dedicada a difundir especialmente la literatura iberoamericana e internacional. Ha publicado varios libros de poemas, entre los que destacan La tarde en sus oficios (1978), La Tauromaquia (1980), Sermón de la barbarie (1981), El humo de los barcos (1984), Las sílabas ocultas (1991) y Niebla y confín (2000). Bajo el título de Música y pretexto (1990) llevó a cabo una selección de su obra poética hasta esa fecha.  Entre los premios que ha recibido destaca el Rey Juan Carlos I, en su primera convocatoria, en 1983, Guernica (1979) o Tiflos (1999). Niebla y confín, que configura el final de un trilogía con El humo de los barcos y Las sílabas ocultas, ha sido reescrita  y publicada en la colección Visor bajo el título de Hoy es niebla (2002). Es también autor de varias monografías  literarias y musicales, como  Bethoven segúnus Liszt, Vistas al mar: apuntes sobre los compositores catalanes del 27El mundo pianístico de Chopin, Pasión y poesíaVariaciones sobre una palabra (La poesía, la música, el poema), Cuarenta años sonando: la Orquesta de RTVE, entre otras.
[Datos biográficos y foto tomados de la página web Poesía Digital: http://www.poesiadigital.es/index.php?cmd=poeta&id=14]
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