
A pesar de la saturación de edificaciones y de parecer una patria extraña, una “no patria”, con tantos hoteles y la avalancha de turistas europeos, Guardalavaca sigue siendo la playa de mi niñez. El universo que evoco al recordar mi infancia. Si algún paraíso existió en esas edades primeras, ese es Guardalavaca.
Con todas sus degradaciones de azules, que van desde el azul marino más intenso hasta los más suaves y delicados turquesas, y sus aguas transparentes y tibias, amables para con los bañistas, aguas dóciles que te acogen siempre en la complicidad del rumor que nace en su intento de abrazar los uveros.
Entre los azules más próximos y los mundos inimaginables más allá, siempre una línea blanca de rizos de espuma.
La curva de la playa es el movimiento del paisaje, su eternidad cambiante. Y la roca, cual amante resignada, despide a las mareas cada atardecer en su abrazo perpetuo con el oleaje. Fiel siempre a su regreso madrugador.
Y la arena blanquísima, virginal, luminosa... Seductora y sutil, escapa a la burda representación de su papel como fondo. Y cual alfombra persa o nube sumergida, ofrece a nuestros pies el tacto levísimo del aire o del sueño.
Guardalavaca es un lugar de equilibrios perfectos. La demostración de cuánto la naturaleza puede amar al hombre.
Julio César Guerrero
Barcelona, España, enero 7 del 2011
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